¿Qué hacemos con las redes sociales?

Según un reciente estudio realizado por la Universidad de Pensilvania, el uso excesivo de redes sociales se ha relacionado con mayores índices de soledad y depresión, mientras que aquellas personas que reducen su uso a 30 minutos diarios tienen menos posibilidades de sentirse así.

Es muy notable el efecto que las redes sociales tienen en la población joven, sobre todo en mujeres adolescentes y preadolescentes, las cuales son bombardeadas con imágenes que dañan su autoestima, generando trastornos de la alimentación y otros problemas relacionados con la imagen personal. Desde Meta, la empresa que posee Facebook, Instagram y WhatsApp, conocen estos efectos nocivos de sus productos y, sin embargo, no toman medidas para revertirlos. Datos internos de la empresa confirman que las redes sociales empeoran la autopercepción física de una de cada tres adolescentes.

El objetivo de Instagram, por ejemplo, es que nos mantengamos el mayor tiempo posible en su plataforma, ya que de esta manera, ellos generan más ingresos y obtienen más datos sobre nuestras preferencias. Es muy importante recalcar que el tiempo que un usuario permanece en la aplicación es una de las KPI (Key Performance Indicators) más importantes que utiliza esta empresa para saber si están teniendo éxito o no. Todo apunta a que quieren que te conviertas en un adicto, que no puedas parar de hacer scroll. Una experiencia de usuario sin fricción, sin tiempos de espera, dopamina gratis, conseguida sin realizar ningún esfuerzo. Esto, sumado al incremento en la popularidad del contenido de formato corto, lleva a lo que estamos viendo: jóvenes con una acusada falta de concentración y sin la capacidad de trabajar hoy para construir un mañana. Una juventud que sufre graves problemas de salud mental. Ahora ¿de quién es la culpa, de las redes, de los adolescentes o de los padres y su gestión de las nuevas tecnologías?

Foto publicada en Gaceta Médica

Puede que nos encontremos ante el mayor dilema del siglo XXI: cómo utilizar las redes sociales y, sobre todo, a quién responsabilizar de lo que ocurre en ellas. ¿Es justo achacar a Instagram las inseguridades que crea en las jóvenes?, ¿o deberíamos incriminar a la industria de la moda o, por ejemplo, el fitness por utilizar las redes sociales para vender sus productos promoviendo estos ideales de belleza? Un eterno debate entre los que señalan al inventor y los que prefieren sentenciar al usuario. Cada persona opinará de una manera según sus intereses personales, nadie quiere asumir las consecuencias de sus actos, pues siempre que haya algo a lo que podamos culpar de la situación, lo haremos. Esto funciona así ahora y ha funcionado así siempre; un ejemplo perfecto es el populismo político que une a la población en contra de un grupo o colectivo al cual asocia como el causante de todos los problemas que sufre el país.

Entonces, ¿hay alguien que no tenga la culpa en todo este tema? En mi opinión, en lo que deberíamos estar todos de acuerdo es en que la persona afectada no debería ser criticada ni sometida al escrutinio público. Sin embargo, no siempre es así: cuando las personas, e incluso algunas instituciones, se quedan sin excusas, tienden a señalar a la víctima, acusándola de hacer un uso inadecuado de la herramienta y apelando a la responsabilidad individual. Un discurso muy fácil de vender, pero lo que deberíamos plantearnos es: ¿en qué punto acaba la responsabilidad individual? El problema de usar este argumento en el ámbito de las redes sociales es que la mayoría de personas afectadas son adolescentes o preadolescentes, los cuales no son suficientemente maduros emocionalmente y, por lo tanto, son vulnerables a todo tipo de influencias, tanto positivas como negativas. Entonces ¿qué deberíamos hacer?, ¿deberían los gobiernos fijar grandes restricciones sobre el uso de las redes sociales por parte de los menores como ocurre en países como China? Es una medida extrema, sí, pero ¿y si es la única solución?  

Igual no deberíamos preguntarnos si los gobiernos deberían regular las redes, sino por qué los jóvenes se ven tan atraídos por ellas. Desde un punto de vista psicológico, a las personas nos encanta ser escuchadas, expresar nuestras opiniones y conocer aquellas afines a las nuestras. Esto es justo lo que obtenemos de las redes sociales: podemos recibir atención de millones de personas, compartir nuestras opiniones con todo el mundo y reforzar nuestras creencias con las opiniones de miles (incluso millones) de personas que piensan como nosotros. Y lo más importante de todo es que las redes nos dan un falso sentimiento de pertenencia a una comunidad, nos permiten de manera muy sencilla unirnos a un gran grupo social donde podemos ser quien queramos, donde podemos mentir para ser halagados e incluso criticar a los que no cumplan los estándares del grupo, con la certeza de que el comentario será totalmente anónimo y que siempre habrá alguna comunidad que nos respalde. 

Y entonces, por qué cuando sabemos que las redes empeoran nuestra autopercepción, nuestras relaciones familiares y nos hacen perder el tiempo a diario, no hacemos nada. Culpamos a Mark Zuckerberg por haber creado estas herramientas tan perversas y adictivas, pero seguimos usándolas cada día. Igual es que no son tan malas y simplemente deberíamos aprender a usarlas en vez de demonizarlas. Por el mismo motivo por el cual se dan charlas sobre educación sexual, se debería formar a las nuevas generaciones en el correcto uso del móvil. Ahora bien, si queremos que funcione, debe abrirse un debate que interpele a los jóvenes, no se puede tratar de un monólogo en el cual los adultos intenten amedrentar a un grupo de adolescentes con los terribles riesgos de las nuevas tecnologías. Estas charlas, además, deberían transgredir los límites de los centros escolares y llegar a todas las capas de la sociedad, pues no es un problema exclusivo de los adolescentes, sino del conjunto de la ciudadanía. La solución es simple: el conocimiento, aprender a hacer un uso correcto de ellas, contrastar las fuentes de información… En definitiva, aprender, esa es la solución.

Hugo Navarro (1º Bachillerato)


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